Cuando el avión se aproximaba a Glasgow, la vista desde la ventanilla era reconfortante: montañas y grandes extensiones de terrenos cubiertos de nieve teñidos de un color anaranjado casi rojo, que es el que queda cuando el sol está a punto de desaparecer.
Esa imagen bucólica y el sentimiento acogedor que la acompaña desapareció de sopetón nada más salir del aeropuerto. Y ya, al llegar a Cathcart y empezar a recorrer las calles buscando el recóndito Bed and Breakfast , esa impresión se había transformado en un enfado más que irritante. ¿Alguien ha intentado alguna vez arrastrar una maleta de 15 kilos en una rampa empinada cubierta de hielo? Además la nieve seca se acumula y hace que el peso parezca el doble...
Por si no lo han adivinado, esta entrada va dedicada a todos los efectos secundarios de unas vacaciones con climatología polar.
No quiero entrar a describir con pelos y señales todos los detalles, pero la verdad es que en una semana me gocé de casi de todo, desde días apacibles donde los transportes casualmente no funcionaban, hasta auténticas tormentas árticas en las que la gente le echaba huevos valor parar ir a trabajar; siempre sin salirnos de la tónica general de a diario: un frío paralizante.
Esta es una foto del río que pasa por Cathcart (cuando una corriente de agua se comienza a helar es que las temperaturas son verdaderamente bajas).
Esta es del B&B. Para que se hagan cargo de lo que me tenía que tragar cada mañana.
Y esta foto es de la estación de trenes del barrio, lugar que recordaré como nido de frustraciones porque o el tren estaba suspendido, o retrasado más de 1 hora, o cuando pasaba, llegaba atiborrado y, o no paraba, o era imposible entrar en semejante lata de sardinas.
Más de una vez tuve que coger la guagua (que a veces también seguía de largo (rememorando mi época del instituto y la 22) y les aseguro que no es lo mismo esperar en la parada a 20 grados que a –15 y con viento).
De todas formas lo peor era el regreso al término de cada jornada, reventado del trote, casi siempre de noche y entonces descubrir que el tren no pararía en Cathcart sino en cualquier otra estación y tener que caminar el doble o el triple para llegar a la casa.
Como anticipaba más arriba, en esos días vi escenas de lo más inimaginable: pueblos literalmente enterrados en más de un metro de nieve, autopistas colapsadas, cientos de coches abandonados en las cunetas, gente con palas en el tren para intentar desenterrarlos desde que la ventisca ofrecía algún tiempo muerto, trineos de plástico, bastones para evitar caídas (vi muchas y sufrí también unas pocas), coches haciendo trompos en la calzada y guaguas patinando en las cuestas, mini avalanchas de nieve de los tejados y gente con cascos para amortiguar el derrumbe de los peligrosísimos carámbanos. Un panorama de locos.
Sin obviar nada de lo anterior, de lo que estoy seguro es que esta experiencia glacial no se me olvidará principalmente por un motivo: el SLUSH. He buscado en diccionarios y no hay ningún término en castellano para esta palabreja anglosajona y tal vez, la más parecida sea fango, un lodo vomitivo hecho de nieve derretida al que se le acaba por coger una repugnancia enfermiza.
Les explico brevemente el proceso de formación del ‘slush’ (fenómeno que se acelera en las ciudades).
Primero nieva: queda todo muy bonito, muy blanco, virginal, precioso y divino, luego, al cabo de unas pocas horas, en las zonas transitadas: calles, carreteras, aceras, ...esa nieve se empieza a derretir y va adquiriendo unos tonos que van desde el marrón al grisáceo, producto de los humos de los coches, la contaminación, la suciedad de los zapatos, la sal y tierra que utilizan para que se funda más rápido, etc. Esa mezcla chocolateada (por no llamarla mierda) al final del día adquiere una consistencia viscosa que se pega a los zapatos y a la ropa como una sanguijuela, pero lo peor ocurre durante la noche ya que este mejunje se vuelve a congelar por el descenso de temperaturas y con ello, al día siguiente las aceras terminan por convertirse en auténticas pistas hediondas de patinaje donde la gente cae como moscas. Todo esto, unido al hecho de que dependiendo de la sombra, las áreas menos expuesta y otros contingentes, transforman esta granizada de barro en un campo de trampas donde antes de dar la siguiente zancada ya dudas de si pisarás sólido, o por contra, tus congeladas botas romperán una capa finísima de hielo con un charco asqueroso debajo en el que terminas metiendo el pie hasta los tobillos (sobre todo en los bordes de las aceras). Cuando el asunto parece que no puede ir a peor, vuelve a nevar y se repite el proceso con el agravante de que la suciedad y el grosor de la capa aumentan de forma exponencial.
Ni que decir tiene que al llegar todas las noches a la casa, me entretenía media hora lavando los pantalones, cagados de rodilla para abajo como si hubiese estado todo el día limpiando bostas en un alpendre…(esos fueron los peores recuerdos del viaje).
Unas cuantas fotos más del 'slush' en Glasgow .
Edimburgo tampoco se salva
Epílogo (En un lugar llamado Polmont)
No sé si se habrán fijado en el cártel de la primera foto –Polmont–, un pueblo a medio camino entre Glasgow y Edimburgo del que jamás había oído hablar y que seguramente hubiese ignorado a no ser porque justo ahí sucedió uno de los momentos ‘cumbres’ de las vacaciones.
Ocurrió en el viaje de tren de vuelta desde Edimburgo, ya de noche. El trayecto de ida resultó toda una experiencia….volar a todo trapo entre railes mientras fuera caía una nevada descomunal y el efecto de la velocidad simulaba una niebla densa y extraña alrededor de los vagones, sin embargo, durante la vuelta, y justo cuando me había quedado dormido, calentito y arrebujado en mi butaca al lado de la ventana, el tren decidió aguarnos la pascua y dijo basta al llegar a la estación de Polmont. Un operario nos invitó a bajarnos y sin más, la máquina se esfumó vacía. 5 minutos después de estar en la bendita gloria del sueño, me encontré a mi mismo junto a varios cientos de personas más, tirado en un andén, con la nieve por las rodillas, en medio de la nada y con un frío que hería los pulmones al respirar.
Alguien entre la multitud gritó en voz alta para que todos lo oyeran… "¡Anímense, que por lo menos no está nevando!" Hubo unas risitas tímidas pero nadie estaba por la labor.
Era tal el viento gélido, que el conjunto humano optó por apretujarse unos contra otros para compartir calor corporal…pero como eso no era suficiente, se organizó un espontáneo concurso de bolas de nieve en el que el objetivo era darle al cártel de Polmont del otro lado de la vía…Y así, entre ‘uuuuyyss’ y ‘hurrays!!’ con un ambiente algo más festivo por la competición, transcurrió uno de los ratos más fríos de los que tengo recuerdo.
El incidente de Polmont inicialmente iba a tener su propia entrada, pero he optado por resumirlo y meterlo al final de esta, que al fin y al cabo fue otro de los inconvenientes de la nevada...Al tipo que nos obligó a bajarnos del tren por poco se lo comen (imagínense la cara de la peña)....Por lo visto 2 de los vagones se habían quedado sin electricidad y había una movida con eso y con algunas de las puertas que tampoco se abrían.
ResponderEliminarOtra cosita, lo de los carámbanos es de escándalo, aquí también se forman, de hecho el otro día hicimos una mini 'guerra' con las barras de hielo esas en las manos a modo de espada láser, pero bueno, al primer toque se fueron a la mierda. Cuando cuelgan son acojonantes, tienen una punta afilada que como te caiga encima de la cabeza te la taladra.
PD: Me sigue quedando una entrada por meter....ayssss
Qué risa tío... Bueno, vicisitudes aparte, slush, trenes que no pasan o pasan de largo, vientos polares, etc., da la impresión que realmente te lo estas pasando de cojones. Estas son las anecdotillas que joden cuando ocurren pero que con el tiempo son agradables de contar en una reunión de amigos de esas al calor de la lumbre mientras fuera nieva y todo eso... :) Y como colofón una batalla de bolas de nieve. ¿Quién puede pedir más?
ResponderEliminarVoy a salir pero no quería irme sin antes felicitar a todos la Navidad
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