Las hojas marchitas

Queridísimos amigos:
Hoy quiero anunciarles algo muy importante y que me llena de alegría.
Les doy una pista: la luz tibia del sol de la tarde penetra con mimo entre las copas de los árboles y, con el ímpetu de un torrente de calor invisible, impregna de brillo las hojas marchitas que se resisten a caer. La campiña se tiñe de ocres, bermellones, beiges y la floresta se pinta de oro añejo, con sus ejemplares que parecen arder como el fuego. Sí, exacto, seguro que lo han adivinado: ha llegado el otoño, la bendita estación de las cosechas, de los cumpleaños, de los poetas, donde todo parece morir despacio pero con increíble orgullo, con belleza incluso.
Pocas cosas producen tanto placer como adentrarte en la espesura y sentir como la hojarasca seca cruje bajos tus pasos al tiempo que los árboles desprenden una lluvia de hojas maduras sobre tu cabeza. Que bonito. Me ocurre a diario, pero me emociono sólo con rememorarlo de nuevo.
Es de noche ahora y llueve fuera, la atmósfera es cálida, la temperatura es ideal y tengo al perro enroscado en los pies mientras escribo estas líneas…En los altavoces suena la música de Vivaldi y la llama vigorosa de una vela arde sobre mi escritorio. Un momento, uhmm, me acabo de tomar un sorbo de chocolate calentito…¡Ay…qué dichoso me siento! Tan sólo ansío que llegue mañana para revivirlo todo otra vez…
Levantarme de la cama, prepararme un tazón de café y admirar el campo y sus colores desde la ventana, ¿qué más se puede pedir? Y luego abrir la puerta de la casa para tomar una bocanada de aire fresquísimo,…frío,…helado,… tan gélido que penetra en los pulmones como si me estuvieran clavando estacas, ¿pero qué más da? Porque ahí delante están esos matices pasteles de las hojas secas que me acarician la vista y que también se han acumulado durante la noche a una altura de medio metro sobre la entrada…. Día tras día la misma historia. No pasa nada; salgo fuera y cierro la puerta como el rayo para que el viento no llene la casa de folículos arbóreos decrépitos y, aún con las pantuflas puestas, me voy al cobertizo y me agencio de un contenedor grande y una especie de motor de gasolina con un tubo que despide aire a mansalva y con el que me ayudo para recoger todas las hojas, para después depositarlas en un montículo bien resguardado detrás de la vivienda. Cada día la misma rutina y la pila de hojas ya se empieza a parecer al Fujiyama.
¿Por dónde iba? Ah, sí…el otoño, que preciosidad, sobre todo cuando la jornada avanza y el calorcito tenue del astro rey se empieza a notar. Ya no hay nada que me moleste, la entrada está despejada y puedo abrir la puerta para dejar pasar los tímidos rayos de luz que entran despacio, como pidiendo permiso…y con ellos, el ronroneo familiar de las moscas y el zumbido amenazador de las avispas…grandes, monstruosas, que han cogido la costumbre de darme los buenos días cada mañana en grupos de seis o siete y me acosan hasta que consigo expulsarlas, aunque me consta que algunas se esconden y se quedan a dormir por la noche, por aquello de que se está más cómodo dentro que fuera.
Perdón, porque me voy por las ramas en pequeños detalles negativos que en nada contrarrestan la magnificencia de esta dulce temporada, así que continuo...

Si es un regocijo caminar por el bosque en esta época del año, no es menos gozoso conducir bajo el resguardo de las copas doradas. Pero antes, por supuesto, hay que desenterrar el coche que está disfrazado de camuflaje con un millón de residuos vegetales caducifolios que se pegan a los cristales y a los espejos como ventosas reforzadas de Poxipol. Una vez resuelto este pequeño inconveniente, que no me lleva más de media hora cada día, ya puedo disfrutar de un paseo reconfortante bajo las arboledas de color azafrán, a las que imagino como caleidoscopios de tonos cobrizos, con un extraordinario efecto relajante, eso, siempre y cuando conduzca en línea recta, porque las hojas se suelen acumular en las curvas y si están mojadas convierten la carretera en una pista de patinaje, o como en ocasiones, hacen los baches invisibles cubriéndolos como trampas indias. Más de un susto me he llevado.
¿Pero por qué me empeño en resaltar estos minúsculos contratiempos? Volvamos a hablar del elegante otoño. Que hermosa estación. La gente ha empezado a sacar de los armarios los abrigos de tweed, los gorros y las bufandas gruesas y en el pueblo se comienza a percibir el inconfundible ambiente prenavideño. Al oscurecer, a eso de las cuatro o cinco de la tarde, en una liturgia emocionante, las chimeneas empiezan a humear, y yo me quedo ensimismado siguiendo con la mirada las columnas azules que se deshacen mucho antes de tocar las nubes. Me puedo imaginar a las familias que se reúnen a conversar de lo cotidiano en torno a una lumbre acogedora. Es lo que tiene el otoño, que invita a la reflexión, a la vida interior, a la convivencia,… entre otros motivos, porque en la calle no puede estar ni Dios –perdón por el exabrupto-, y es que fuera, el viento es glacial, hiriente y, combinado con una humedad extrema, hace que la ropa tarde cuatro días en secarse una vez la sacas de la lavadora.
¿Pero que le voy a hacer? Son los pequeños sacrificios que hay que padecer en esta época pero que no llegan a enturbiar en lo más mínimo su disfrute.
Bueno amigos, desde este escritorio, rozando la media noche, me despido de ustedes y espero que mis palabras trasladen con fidelidad el estado de inmensa ventura en el que me encuentro, conmovido de felicidad, embargado por la emoción….No lo puedo evitar, las ojos se me inundan de lágrimas de nuevo al pensar en el otoño…y es que, como si de un árbol de hoja caduca se tratase, los billetes irán desapareciendo de mi cartera durante los próximos meses cuando me lleguen las facturas de la calefacción…

“…Así que cuando escuches esta canción de otoño,
aclara tu mente y prepárate para correr,
así que cuando escuches esta canción de otoño,
recuerda que los mejores tiempos aún están por llegar…”

Autumn song – Manic Street Preachers