Gougane Barra - El Infierno (3ª parte)

Una vez dejada atrás la oveja que optó por no seguirnos ni mostrarnos el camino, alcanzamos a trompicones la cima del cerro y nos encontramos con el lago que buscábamos que, por fortuna, no había tapado la niebla.



El sendero pasaba bastante pegado la orilla lo que nos dejaba expuestos a posibles remojos por resbalón que no acontecieron por los pelos. A partir de ahí, la guía se tornaba muy confusa y tan sólo indicaba que había que descender durante un buen rato por terreno irregular hasta encontrar otro lago más pequeño, aunque advertía que la dirección correcta a seguir era girar hacia el norte en busca del pico de Bealick, que, con sus poco más de 500 metros de altura, es la estribación más elevada de todo el circo de Gougane Barra.
La bruma empezaba a disiparse conforme bajábamos de altitud, pero orientarse seguía siendo difícil. Nos pareció ver una especie de lago pequeño bastante más abajo, era más un charco grande que una laguna en sí, pero quizás, es de esos lagos que sólo aparecen en invierno, así que optamos por movernos hasta ese punto y tomar una decisión una vez estuviésemos allí.
Fue un error. Era un mar de obstáculos de piedra entre los que había que saltar, casi siempre para caer en un cenagal espeso donde más de una vez el pie quedaba enterrado hasta la pantorrilla. Barney con sus patas cansadas pero ligeras se movía bien, pero a nosotros nos costó un mundo llegar hasta la pequeña superficie de agua.
La niebla quedó atrás, había visibilidad y nos percatamos que nos habíamos alejado de la ruta. Las paredes de los riscos interiores estaban demasiado cerca y, desde luego, el camino no debía atravesar aquella zona tan peligrosa. No quedaba otro remedio que volver para atrás (es decir, subir y hundirnos otra vez en las ciénagas) o atravesar tangencialmente en busca de referencias.
Al final, nos decantamos por esto último, y anduvimos durante una media hora por entre matojos de vegetación alta y una interesante línea de piedras gigantes afiladas que parecían puestas allí a propósito.



Llegamos hasta otra valla que nos cerraba el paso pero, oh divina providencia, oteamos desde allí el lago esquivo que se nos resistía. Estaba como a una media hora, y más allá, en el horizonte, como a una legua y media de distancia, vislumbramos lo que no podía ser otro sino el pico Bealick ('pensé que usando el término legua le daba un componente más épico a la narración').

Justo a la salida del pequeño lago (el cuarto del recorrido) y después de un breve receso para recuperar fuerzas, nos encontramos con una barrera triple de muro-vallas alambradas, con el inconveniente añadido de que Barney, que ya se semi arrastraba del cansancio y que no disponía de tiempo para distrutar de su sagrada siesta, estaba de un humor de 'humanos'.

Los muros de mampostería son una de las señas más típicas del paisaje de la isla esmeralda. Esas piedras oscuras unidas sabiamente por la mano del hombre sobre el sempiterno verde siempre se convierten en una de las imágenes favoritas de todas las postales irlandesas. Y lo cierto es que estas paredes tienen su encanto (sobre todo, si no tienes que saltarlas). Pero si durante un día ya has tenido que salvarlos más de veinte veces entonces la belleza se transforma en incordio, pero es que si además estos muros se adornan con el clásico alambre retorcido para que ni hombres ni ovejas se vean tentados a atravesarlas, terminas por odiarlos (y al pastor que los puso, y al que escribió la guía por no avisar). Por si no es poco, como vaya contigo un perro gandul que ni las salta ni te deja ayudarlo a pasarlas, apaga la luz y vámonos.

Usamos el protocolo de todas las ocasiones anteriores: yo salto la cerca primero con cuidado de no pincharme el culo estropearme la ropa con el alambre, después recojo a Barney y por último le llega el turno de Keith. No obstante, al atravesar el último de este triple impedimento vertical, el perro decidió que ya era suficiente de que lo cogieran en volandas, el escroto le llegó a su punto de irritación máxima y en un movimiento brusco giró 180 grados parar morder el brazo de su dueño al que no le quedó más remedio que lanzarlo por el aire en una maniobra defensiva pero con un toque de potencia para que no aterrizara sobre el enrejado, con la mala suerte de que Barney, en su ausencia absoluta de reflejos felinos, hizo un último tirabuzón mortal antes de estrellarse contra el suelo, dándose un buen mamporro entre el hombro y la espalda.

Los gritos del perro resonaron con violencia en las montañas y a mí se me cayó el mundo encima...

(Continuará)

"...cada vez que me derrumbo,
completamente sólo, me rompo en pedazos.
Mantengo un diario de recuerdos,
me siento solo, no puedo respirar.
Me rompo en pedazos y sigo cayendo..."

Fall to pieces - Velvet Revolver